Palabras de Federico García H. en la presentación del libro:
Nuestra hermana Rosina Valcárcel, poeta, escritora de múltiples registros, tituló el trabajo y los andares de Winston Orrillo, como un “trabajo de alfarero” debido al casi narcisista deleite con que pergeña sus páginas. Entre poemas, ficciones, crónicas y artículos de toda índole, este joven limeño casi setentón, ha logrado trascender su propia biología, como apunta acertadamente al referirse a José Carlos Mariátegui, en su ensayo sobre “Juan Croniqueur”, que es de lectura obligada para estudiosos y discípulos del Amauta.
El poeta, ensayista, cronista, escritor y periodista Winston Orrillo, alfarero de las palabras, es un hombre sencillo como su mentor peruano, y el apóstol cubano José Martí, comprometido con el cambio para torcer el rumbo de la historia hasta límites que sean compatibles con la condición humana. Ha repetido muchas veces que un compendio de su vida puede resumirse en una sola palabra: Amor. Lo certifica su tenaz búsqueda de los pasos perdidos de nuestro pueblo para regresar a la utopía del que nos expulsaron hace ya la friolera de doscientos años, y el crescendo de su vida, nimbada de bellas huríes del profeta que cabalgan a grupas de la poesía y la protesta social. Desde ese punto de vista, no es aventurado tratar al autor de “El libro de Benita” como un hombre funcional y artífice de su propia utopía.
Winston es graduado en letras y literatura en varias universidades, es profesor universitario, merecedor de premios tan importantes y gratificantes como el “Poeta Joven del Perú” y el “Premio Nacional de Periodismo” que acreditan su largo trajinar por los predios, siempre convulsos, de la cultura y las artes. Es y se considera un comunicador social en esencia y potencia, pues a su ejercicio –casi ritual- dedicó buena parte de su obra. Nació en 1941, y si la memoria no me falla, tiene setenta y tantos años bien vividos y sufridos, pues inició su aventura humana y social, desde muy joven y ha escrito y publicado más de veinte libros, otros tantos ensayos y poemarios, artículos y tesis de grado, cuyos títulos engalanan las páginas de cualquier biblioteca popular o especializada.
Conocí y traté a Winston Orrillo en los años sesentas, en pleno incendio de la hora de los hornos, sobre todo en el Patio de Letras de la Casona de San Marcos, donde nos reuníamos, tarde, mañana y noche. El extinto Café Blanco se convirtió en el ágora mágica de los estudiantes que sentíamos la vibración del incendio. Para nosotros el mundo estaba al inicio de los tiempos y teníamos el deseo necesario para reclamar la torta que nos correspondía y darle un tarascón monumental. Allí nos reuníamos para platicar sobre todo lo divino y lo humano, sin descuidar la política y refugiarnos en la poesía que oficiaba de hada madrina. En esos tiempos, zanjábamos con el aprismo y los “demonio cristianos” como señalábamos, en broma y en serio, a los discípulos de Héctor Cornejo Chávez, mientras comenzaban a aflorar los primeros gajos de un socialismo utópico que todavía no contaba con partida de bautismo. Eran tiempos de agitación y estudio, que casi siempre terminaban en broncas y entreveros con el poder de turno.
La Revolución Cubana cambió dramáticamente las reglas de juego. Yo me había comprometido con el movimiento campesino en el Cusco y fui forzado a emigrar a Lima debido a la represión policial durante los últimos coletazos del ochenio de Odría. En el nuevo escenario encontré a quienes, como Winston Orrillo y los poetas del Sesenta, inclinaron la balanza por el lado del la zurda sanmarquina. Alfonso Barrantes, el futuro “Tío Frejolito” estaba a punto de graduarse de abogado y sus grandes anteojos justificaban el remoquete de “cuervo” que le endilgó la variopinta mescolanza de sus antípodas políticos. Los poetas eran una presencia aparte. Todos se desayunaban con la poesía y cantaban al unísono la desorejada trova de “La Internacional” y la “Marcha del 26 de Julio”. Winston decidió su suerte con nosotros, que apenas podíamos distinguir un soneto de una rima para cantar --a toda voz- la buena nueva de La Revolución.
La generación de los Sesenta como lo conoce la gente erudita, tenía sus porta estandartes donde destacaban, el “loco” Calvo” que ganó el Premio Poeta Joven del Perú, Mario Razzetto, Reynaldo Naranjo, Germán Carnero Roqué, y una pléyade de líridas y fabuladores al paso y juglares a punto de ser gratificados con el honroso título de poetas en ejercicio. Uno de los más conocidos era ese joven de pelo endrino, mirada esquiva y pinta de galán al asecho, llamado Winston Orrillo. El compartía las misceláneas líricas con personajes tan representativos de la bohemia erudita como Juan Gonzalo Rose, y Alejandro Romualdo Valle. Juan Gonzalo era poeta por derecho propio pues, además de ser mayor de todos, ya tenía una gran historia para contar. El había comido del pan amargo del exilio durante su obligada permanencia en tierras aztecas donde compartió penurias y sueños con Ernesto Ché Guevara y otros avatares de “La generación del Centenario” que tuvieron el privilegio de romper fuegos contra la satrapía cubana, hasta ver el amanecer de un nuevo día en el mar Caribe.
Romualdo “Xano” para todo el mundo, publicó sus primeros poemas en una revista que se suponía orto de ideas avanzadas. Con Luis Valle Goycochea y Demetrio Quiroz Malca, iniciaron el apogeo del verso libre, sin resentir la belleza literaria y la euritmia del poema clásico. Aciertos como:
Yo recuerdo el océano inmenso de mi cuna
donde solía mecerme como triste malagua
Mi universo de bolas, mi pistola de agua
para herir a los astros y hacer blanco en la luna
…demuestran que Xano era uno de los mejores.
Arturo Corcuera “caserito” de La Casona era comentado por la crítica especializada que lo ubica como miembro de nuestra generación. El punto de convergencia obligada era el Patio de Letras, pese a que otros, entre ellos Luis Hernández y Antonio Cisneros, transitaban por otros destinos igualmente memorables.
Los cuadernos trimestrales de poesía que Javier Sologuren y Marco Antonio Corcuera animaban con total solvencia intelectual y poética, dieron sentido y posibilidad a los trabajos de corrección e impresión de las plaquetas en imprentas artesanales. La Rama Florida era un sello de calidad que aun sorprende por el rigor y la versatilidad de sus mentores. Ellos se convirtieron en un marco obligado de referencia para “los nuevos” que daban sus primeros pasos en un territorio desconocido donde muchos se extraviaron, como el poeta frustrado que firma este testimonio.
Posteriormente, Winston Orrillo comenzó a descollar como estudioso y experto en medios de comunicación, habiéndose graduado en literatura y arte en la decana de América. Por su trascendencia y su compromiso vital con el proyecto humano, social y político del Amauta Mariátegui, Winston se convirtió en un catecúmeno de sus ideas y vive al rescoldo de su ejemplo de vida. Destacó los trabajos sobre Juan Croniqueur que los mariateguistas de antaño y hogaño dedican al autor de los Siete Ensayos y la memorable recopilación de los días juveniles que Sandro y José Carlos Mariátegui Quiape, editaron con el sello de Amauta.
Me permito reproducir algunas páginas del enjundioso testimonio del poeta a Carmen Luz Bejarano, por su consonancia raigal con la obra de Winston Orrillo que sintetiza su experiencia de vida. Él rememora con gratitud y yo copio las palabras del reportaje al centímetro, porque son una suerte de confesión de parte necesaria para conocer la vida y la personalidad de quien es hoy uno de los poetas peruanos más reconocidos y actuales. Sus poemas han sido traducidos en varios idiomas. Dice a la letra:
“Allí, de Dios sabe dónde, emergió una mujer extemporánea (en el sentido que Octavio Paz le daba al término: es decir, sin edad, ni contemporánea o anacrónica, eviterna podría ser mejor palabra). Después supimos que se llamaba Carmen Luz Bejarano. Pero, antes, ya nos había inundado con su afecto, con su bondad intrínseca, con su alma de maestra.
A nuestra supina ignorancia, ella la iluminó con nombre de obras, de autores. Incluso (recuerden, acababa de conocerla) nos prometió prestarnos algunos libros, lo que cumplió comedidamente. Muchos Borges, Kafkas y Malrauxs vinieron de sus generosas manos hacia las trémulas e ignaras mías. Si hasta recuerdo que a ella le debo la lectura de Kazantzakis, y su “Cristo de nuevo crucificado” que tanto me recomendara leer, que tanto insistiera en que degustara a pesar de mi inveterado ateísmo.
Luego pasaron los años pedregosos: vino la década del 60, yo me convertí en un feligrés más de la literatura, y en un proyecto de escritor. Algunos de mis balbuceantes textos primerizos –lo recuerdo– pasaron por las manos y las pupilas generosas de Carmen Luz. Siempre obtuve, de ella, la palabra cordial, el aliento salutífero.
Mientras tanto, yo, por cierto, ya me había enterado que ella era no sólo profesora de la Facultad de Letras, Escuela de Literatura, sino, asimismo, escritora, poetisa. Y me fue posible acceder a algunos de sus libros, en aquellas ediciones inconsútiles (que compartimos) del querido Javier Sologuren (vaya un saludo para su grandeza mellada por una salud precaria).
Pocas veces he visto alguien que se parezca más a sus libros, a sus obras, a sus textos. La misma sutileza, la misma recatada delicadeza, ese decir sin decir las cosas, esa ternura subterránea: todo en ambas: en la autora y en su poesía.
Y siguieron pasando los años pedregosos. Me hice profesor de la Universidad –como ella. Ingresé a la militancia en la causa de Vallejo y de Mariátegui y de Neruda. Conocí a su familia, que tanto se parecía a ella. Hice amistad con su compañero, tan parecido a ella. Y de lejos supe de su hija Maritza, la que estaba más cerca de nuestro oficio, y ahora lo comparte plenamente.
Vinieron los viajes fuera de Lima, fuera del Perú y yo seguía encontrándome en su obra cada vez más vertiginosa y libre. Encontré que su voz poética no es que hubiera cambiado, sino que se había como enronquecido. Había más carga de dolor y angustia explícitos, pero también había verdad en su variación de géneros: la conocí en la narrativa, la gocé en la dramaturgia.
A pesar de un natural proceso de asimilación de las anfractuosidades de nuestra época, ella seguía siendo ella.
Vinieron los avatares de la vida –que incluyen a la muerte– y la seguí viendo: estaba más hermosa que cuando la conocí. Estaba más vital. Pero ya, la parca, que había venido primero por su compañero, la llamaba: sin embargo nosotros, en este Valle de Lágrimas, le decíamos que era necesaria. Por ello, creo, pudo resistir tanto.
Nos entregó su obra casi completa. Nos dio su vida integérrima. Nos dejó su amor, su ejemplo, su estela inexhaustible”.
Que puedo agregar para glosar este testimonio sino la feble tesitura de mi propio testimonio. Winston es un poeta en ejercicio, es decir, forma parte del pequeño grupo de iluminados que comparten las grandezas y miserias de la condición humana. Además son poetas por derecho propio, no sólo por la desmesura de su trabajo sino porque pueden otear el porvenir y maravillarse de las sombras y luces que el común de los mortales no logran escudriñar. Que sea un gran poeta, se prueba con estos sencillos versos que dedica a Benita, la tigresa en miniatura que puede ronroneas pero es capaz también de arrancarnos las orejas si alguien la agrede. Dígame si estos dísticos no constituyen un canto de amor y de esperanza:
Ya sé las que leo en los mecheros de tus ojos de jade
Sólo tus ojos parlan
ese idioma encriptado
En tu cuerpo tan breve, Benita
¿Cómo puedes albergar
todo un himno total a la alegría?
Y en otro sencillo verso leo:
Qué filósofa, tu posición altiva:
Custodias mis fantasmas
Los exorcizas…
¡Que más se puede pedir!
Lima, 1 de mayo del 2011
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