Son poco más
de 100 páginas que, literalmente, se leen “volando”. Y es que la primera novela
de Pilar González Vigil, Licenciada en Psicología Educacional y con dos
magisters internacionales en Neurociencia Cognitiva (Universidad de Maastricht,
Holanda); y Educación (en la Universidad de Estocolmo en Suecia), ha sido, para
nosotros, una muy grata sorpresa.
Titulada, precisamente, “Rompecabezas para volar”, y bellamente editada -pues un componente cardinal son las ilustraciones magníficas de Yusuf Hernani- por el sello Arsam, el breve volumen tiene una congruencia cardinal: prosa alígera, temática entrañable pero nunca excesivamente densa, y, como buen libro –para nosotros no solamente para niños, pues , como en los libros singulares, trasciende el aparentemente único destinatario: el público infantil (pienso en “El Principito” o “Alicia en el país de las maravillas” o “Los viajes de Gulliver)
No, sostenemos, que “Rompecabezas para volar”, por cierto, que interesa a los niños, para los que está sabiamente dosificado por la “especialidad” de su autora, pero, en el fondo y la forma, es un volumen que, asimismo, enseñará a los “grandes” más de una lección indeleble, aquella, verbi gratia, de la imprescindible senda del amor, de la poesía de esa etapa de la existencia que, muchas veces, hemos mal vivido: la infancia.
“Y aunque me cubra de cabellos canos/ dejadme siempre el corazón de un niño”, ya lo dijo el poeta. Y otro: “el hombre es un gigante cuando sueña, y un mendigo cuando piensa”.
Libro bello, terso, por momentos inconsútil, pero pleno de lecciones de vida prístina, la primera novela de Pilar le abre, a ella misma, un camino que, lo anunciamos, no podrá ser sino auspicioso.
Lectura paradigmática, su intensa carga de poesía edulcora su ladera didáctica que enseña y deleita a la vez: “Útile dulci”: lo útil con lo dulce, lo provechoso con lo agradable: Más claramente “Omne tulit punctum, qui miscuit utile dulce, lectorem delectando pariter monendo”: “Se llevó toda la alabanza quien mezclò lo útil con lo dulce, deleitando al lector a la vez que instruyéndole”. (De Horacio ad Pisones).
La historia de la niña Mía y su abuelo Toto con su perro Alma, y el inefable guitarrista y compositor (ciego genial) Apólito, en el seno de una familia, y sus avatares en la escuela y en los paseos campestres, en todo lo cual hay, siempre, un fondo de enseñanza y de proyección de ternura y de lecciones continuas, indelebles, donde, incluso, las desventuras naturales –como la muerte o los sinsabores cotidianos- son tomados como un pretexto para aprender, para mejorar, para superarse.
El abuelo enferma y escribe una carta paradigmática, algunos de cuyos párrafos más significativos no podemos dejar de glosar: “Crecer puede doler por momentos, pero vale la pena. La vida nos enseña todos los días y sus retos esconden grandes lecciones para quienes se atreven a afrontarlos. Piensa en esas aves que nunca hubieran conocido la belleza del río, ni la amabilidad del viento rozando sus alas desplegadas, si la primera vez no se hubieran animado a dejar el nido y a volar.//Y digo hasta luego con las siguientes palabras: //Me he mirado por dentro y he tocado la semilla, su centro brilla y es cálido. Para llegar a este punto he tenido que cruzar mil bosques, ríos, montañas, lagunas y desiertos. En todos me he buscado y después de mucho andar me he encontrado…//Soy luz y el viaje continúa./ Te quiere./ Tu abuelo Toto”
El mejor elogio, aunque parezca un lugar común, es decir que éste es uno de esos libros que uno quisiera seguir leyendo: son tan indelebles sus personajes…
(La Memoria del aire).
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